El feminicidio está escrito en las paredes y seguirá escribiéndose allí hasta que desaparezca. Allí también está la escritura. Las paredes, los libros, los grafitis, las crónicas, los análisis, conviven en un mismo archivo de supervivencia y memoria. Es tan amplia esa escritura que se desborda, constituye un campo santo de mujeres donde cada nombre, cada fecha de muerte, cada historia hacen una lucha colectiva, diseminada.
Cristina Burneo

Está narrado en la introducción de Milagros Aguirre, Abya Yala, y Gustavo Endara, de FES-Ildis, que la colección Paréntesis es una iniciativa destinada, entre otras cosas, a ofrecer alternativas a la crisis que atraviesa el periodismo. Esta es una buena noticia. Es cierto que la transformación del periodismo en corporaciones; en medios que se dicen independientes pero que ocultan sus financiamientos, vengan de candidatos políticos, partidos, etc.; o la conversión de radios, canales de televisión y YouTube a plataformas fundamentalistas ha producido una crisis de la palabra en relación con la verdad y con la capacidad de narrar, de explicarnos lo que nos sucede socialmente. Pasa también con los medios que temen usar lenguajes y enunciaciones feministas para analizar los problemas sociales por considerarse extremistas cuando no se entienden sus fundamentos. Las repercusiones de esto son más de las que pensamos.
La colección Paréntesis es una buena noticia y es muy relevante que su primera edición aborde el exterminio selectivo de las mujeres, nombrado como feminicidio por el pensamiento feminista debido a las formas específicas en que dicho exterminio sucede en todos los lugares del mundo. Se ha llamado genocidio a cuentagotas o exterminación por género el asesinato selectivo de las mujeres, las personas feminizadas y la muerte con saña de todo cuerpo que lleve marcas de lo femenino. Quiero recalcar esto porque nombrar el feminicidio no solo refleja la gravedad de lo que nos pasa, sino el grado de violencia que ha mantenido el modelo civilizatorio que conocemos como patriarcado a fin de sostenerse a sí mismo. El modo político de nombrar el asesinato selectivo de mujeres, ya sea que haya tomado formas sacrificiales, antes llamadas “pasionales” o ideológicas –las brujas, por ejemplo–, nos permite ver qué estructuras legitiman el modelo civilizatorio en que vivimos, construido con supremacías androcéntricas, blancas y coloniales, pero no sin fugas que nos permiten responder ante sus despliegues de poder.
El volumen ganador de Paréntesis, Silenciadas, de las periodistas Desirée Yépez y Gianna Benalcázar, llama al feminicidio una otra pandemia. Es verdad que vivimos una era mediada por la comprensión inmunológica de todo lo que sucede. La xenofobia entiende la migración como una plaga; personas enormemente corruptas usan status de inmunidad para protegerse; hace dos años vivimos por primera vez un virus simultáneamente a escala global. Todo esto es cierto. Sin embargo, en la imagen de la pandemia desaparece la voluntad de matar. Hay una voluntad de poder que se levanta por sobre el cuerpo de cada mujer, de cada mujer trans, de cada cuerpo feminizado, para expresarse en forma de asesinato. La violencia feminicida está constituida por una voluntad, un cálculo, una premeditación. Y es justamente lo que muestra Silenciadas: la voluntad de matar cada vez, en cada circunstancia distinta, a cada mujer. Sí, es un exterminio masivo, no simultáneo sino permanente, que mata una a una a las mujeres, pero es una forma de sujeción calculada, atravesada por la impunidad y el cálculo, a diferencia de los virus que entran en nuestros cuerpos.
Al narrar cada historia de asesinato de las mujeres, Silenciadas muestra por qué hace un par de décadas hablamos de feminicidio y ya no de femicidio. En cada relato de este trabajo, hay una mujer lidiando con la violencia, de maneras resistentes, pasivas, valientes o temerosas, pero todas lidian. Lidiamos. Cuando la violencia se extrema, en lugar de aparecer alarmas, aparecen cómplices de cada hombre que ejecuta este acto extremo de poder. Aparecen comunidades tolerantes de la violencia, un sistema de justicia que prefiere no actuar con diligencia, instituciones como la familia, el sistema educativo o la iglesia que buscan justificaciones para el feminicidio. Así, el feminicidio se ve, en todas sus dimensiones, como una forma continua y antigua de sometimiento. Es una estructura hecha para oprimir, para perpetuar la obediencia, la sumisión y la dependencia de las mujeres.
Silenciadas describe cómo este modo de asesinato selectivo que llamamos feminicidio se puso en marcha en Ecuador durante el confinamiento dictado por la pandemia covid-19, que se inició formalmente en la primera quincena de marzo de 2020. El reino silencioso del hogar se volvió para miles de niñas, jóvenes y mujeres una prisión con peligro mortal. El encierro contenía el contagio, dicen las autoras, y a la vez amurallaba los gritos de auxilio.
La explicación institucional para este modo de asesinato se llama “violencia basada en género”. Pero, curiosamente, esta violencia se cierne solo sobre un género: el que llamamos femenino. Curiosamente, esta violencia ataca a las mujeres, las personas feminizadas, todo cuerpo que lleve rastro del signo mujer y, curiosamente, la ejercen esposos, parejas, amantes en su enorme mayoría hombres. Se trata de violencia dirigida; de violencia patriarcal porque se ejerce desde un régimen estructurado para permitirla; de violencia machista porque se construye en esa escala: gritos, maltratos, negligencia, agresiones, el acto de asesinar.
La violencia feminicida elige muy nítidamente y esto es algo que Silenciadas narra cada vez: esa violencia la ejercen, en su enorme mayoría, parejas, esposos, familiares de las mujeres asesinadas, como he dicho. En todas estas relaciones median el amor y el poder. Lo perverso de esta violencia es que construye un esquema de afecto, un espacio doméstico y una madriguera para consumarse. Por eso es tan escalofriante constatar, cada vez, en las distintas investigaciones que desarrollan las autoras, que la violencia feminicida no es impulsiva ni producto de un rapto: medita, calcula, asesta, dentro del amor y dentro del hogar. Quienes asesinan a las mujeres son hombres que las han amado, a quienes ellas aman, con quienes han tenido hijes. Esa comprensión del amor controlador, posesivo, proveedor, dice que se puede matar a quien amamos, con saña, con cálculo y sin importar el dolor. Hay décadas de pensamiento feminista, crónicas, periodismo, ciencia, que han trabajado en disociar de una vez para siempre el amor de la violencia. Esa disociación será una de las cosas que nos permitan sobrevivir un día a ese amor.
En ese sentido, Silenciadas se inscribe en un tipo específico de escritura, que es la literatura del feminicidio. El pensamiento, la poesía, el cine, la literatura, han abordado este acto por décadas, sin cese, para interpelar a las sociedades que lo toleran. En Ecuador, la escritura sobre feminicidio ha encontrado en medios independientes, en la crónica y en el periodismo feminista numerosos canales para expresar los duelos colectivos, la inconformidad y la fuerza de las madres y familias buscadoras de justicia. Echo de menos ese diálogo en Silenciadas. Como escritora, yo misma aprendí con muchas otras a escribir el feminicidio, quería comprenderlo y narrarlo para desterrarlo de nuestras vidas. La primera vez que escribí un feminicidio fue el de Karina del Pozo, amiga de mis estudiantes. Ese acto se ha multiplicado tantos miles de veces cada año, tantas mujeres hemos escrito tantos feminicidios, y cada vez es igual de relevante, vital… Esta escritura va desde los textos hacia el memorial del puente Vivas Nos Queremos en Cuenca o a las paredes en todas las ciudades. Sí, el feminicidio está escrito en las paredes y seguirá escribiéndose allí hasta que desaparezca. Allí también está la escritura. Las paredes, los libros, los grafitis, las crónicas, los análisis, conviven en un mismo archivo de supervivencia y memoria. Es tan amplia esa escritura que se desborda, constituye un campo santo de mujeres donde cada nombre, cada fecha de muerte, cada historia hacen una lucha colectiva, diseminada.
Fue en Ecuador, en Quito, donde la escritora mexicana Cristina Rivera Garza narró por primera vez sobre el feminicidio de su hermana, Liliana Rivera Garza, asesinada por su pareja en 1990. Desirée Yépez toma el volumen que narra este hecho, El invencible verano de Liliana, como una referencia importante para su trabajo. En Quito, en octubre de 2019, Cristina leyó el texto “Azcapotzalco” en el encuentro de escritoras del Centro Cultural Benjamín Carrión de ese año. Era uno de los primeros avances del libro. Pudo leer en voz alta, luego de 29 años, el feminicidio de Liliana. Puede tomar 30 años, pero siempre será un acto definitivo en la vida nombrarnos como condolientes de las mujeres que mueren asesinadas, las conozcamos o no. La política del duelo es una forma de sostener la vida con dignidad y búsqueda de justicia.
Silenciadas nombra a cada víctima cuya vida va investigando. Es sobrecogedor el hecho de que el libro inicie con una niña: Paula, asesinada a los 4 años, niña migrante de Venezuela, asesinada por su padrastro. Siguen 155 mujeres más, Katya, Cristina, Katherine, Marylin, Casilda, Jennifer, Ma. Gabriela, Maribel. Si nombráramos a todas las asesinadas no podríamos levantarnos de aquí por horas. La bitácora de la memoria de Silenciadas es un acto de justicia para las 156 mujeres asesinadas y para las pequeñas niñas que vivieron muy poco antes de ser tomadas sus vidas, sus cuerpos en crecimiento. Silenciadas registra nombres, circunstancias, el modo de muerte, el trabajo forense que hacen las familias. En conjunto, su bitácora de la memoria dibuja este país. Si viéramos a Ecuador a través de los 156 registros que hacen las autoras, veríamos un país feminicida en donde todas las mujeres que seguimos vivas hemos sobrevivido a algo.
La cifra institucional de violencia de género en Ecuador, hace mucho una cifra burocrática, dice que 6 de cada 10 mujeres hemos vivido un tipo de violencia. Pero todas sabemos que allí donde hay 10 mujeres y hacemos nuestra propia estadística, todas habremos vivido un tipo de violencia.
Por eso, es ridículo que nos digan “esas no son las formas”, “déjennos trabajar”, “el país se lo saca adelante trabajando”, cuando hay protestas, pintas en las paredes, plantones, gritos desesperados. En el último paro nacional en Ecuador, en junio de 2022, un reclamo importante fue por el incremento de los asesinatos de mujeres. Este hecho se inscribía en la protesta social porque el recrudecimiento de la violencia patriarcal tiene que ver con la pobreza, con el endeudamiento, el crimen organizado y el hambre. Si bien el feminicidio no perdona nada, como explican las autoras, ni clase, ni dinero, ni poder, sí se cierne de distintos modos sobre cuerpos empobrecidos, carentes, atravesados por la precariedad. Las paredes, los libros, están diciendo que queremos seguir vivas, y hay que hacer todo lo posible todos los días por que no seamos asesinadas.
Las autoras también describen la violencia vicaria, aquella que se cierne sobre las hijas y los hijos de las mujeres asesinadas, sea por un feminicidio extendido o por la violencia que se ejerce sobre les niñes cuando no se puede asesinar a las mujeres. También hablan de lo que muchas llamamos justicia paliativa: la que procuran el Estado, la secretaría de DDHH, el sistema de justicia. Medidas que no reparan, no sanan y no devuelven nada a las familias contrastan con los esfuerzos descomunales de las plataformas activistas de apoyo, las casas de acogida, las funcionarias que hacen lo posible por gestionar justicia dentro de las jaulas legales en las que vivimos, como las llama Raquel Gutiérrez.
Silenciadas se detuvo en 2021. Como toda escritura del feminicidio, es temporal y parcial. Allí está su valor: nos muestra ese corte, del virus, el confinamiento, y la dimensión de la violencia feminicida en esas circunstancias, magnificada como una gran lupa sobre nuestras cabezas. Es notable el trabajo que hicieron al nombrar cada historia, al devolvernos el nombre de cada mujer y niña asesinada en ese periodo, que es devolverle dignidad a sus familias dolientes.
Nos vemos reflejadas en este libro muchas sobrevivientes de violencia, que escuchamos nuestras propias historias al escuchar a Silenciadas. No hay afuera en la escritura del feminicidio: estamos implicades, es el mundo en que vivimos. Este trabajo lo demuestra y construye una memoria colectiva y una lucha. Espero que les devuelva justicia a las familias en duelo y que a las sobrevivientes de violencia les permita comprender mejor lo que pasaron, para sanar. Espero también que nuestros duelos por las mujeres asesinadas se transformen en fortaleza y en dignidad, que los podamos navegar acompañadas, como han hecho las autoras de Silenciadas. Hasta que un día, un libro como este ya no exista, ya no sea necesario, hasta que ya no sean nuestros asesinatos los que hagan la historia de las mujeres.
Cristina Burneo pertenece al movimiento de mujeres de Ecuador. Es escritora, traductora y docente en la Universidad Andina Simón Bolívar. Desde 2013 escribe artículos de opinión, crónica y narrativas desde el feminismo y otras desobediencias.